El viaje inmóvil de Irene Vallejo. Invitación a la lectura de “El infinito en un junco”


 

 

Por Víctor Ruiz

Lo reconozco: soy un enfermo. Un obsesionado por los libros. Al igual que Borges tengo la pueril esperanza de que el paraíso sea una biblioteca donde pueda satisfacer mis más oscuras perversiones bibliomaníacas. Muchas veces en mi infancia soñé con golosinas que escondía para no compartirlas con mis hermanos; desde mi adolescencia sueño con libros, libros jamás escritos e inencontrables, libros de autores admirados que solo en sueños puedo tocar, acariciar, olfatear y dormir con ellos.

Uno de los síntomas de esta enfermedad es la pasión que me despiertan los libros que hablan de otros libros. Algunos de estos forman parte de mi canon personal, vuelvo a ellos en busca de refugio, como se vuelve a las pláticas de viejos amigos con los que se comparte alguna debilidad epicúrea. Menciono algunos solo por el placer de escribirlos y evocarlos: Librerías de Jorge Carrión, Tocar los libros de Jesús Marchamalo, Los libros son tímidos de Giulia Alberico, La librería ambulante de Christopher Morley, Mi maravillosa librería de Petra Hartlieb, Una librería en Berlín de  Françoise Frenkel Cien cartas a un desconocido de Roberto Calasso, 84, Charing Cross Road de Helene Hanff (de la que también hay una deliciosa película con nada más y nada menos que Antony Hopkins y Anne Bancroft)  y los libros autobiográficos de Mary Ann Clark Bremer: El librero de Paris y la Princesa Rusa, Una biblioteca de verano y Cuando acabe el invierno.

A esta pequeña y selecta tribu se suma ahora El infinito en un junco: la invención de los libros en el mundo antiguo de Irene Vallejo, con el que he pasado el mejor fin de año de mi experiencia lectora y que hoy quiero compartir con ustedes.

El infinito en un junco se nos presenta como una investigación sobre el origen de los libros, desde las tablillas de arcilla, el junco del que salía el papiro, la piel animal que sirvió para el pergamino, los árboles para hacer el papel, hasta las pantallas luminosas de los e-readers; en este viaje inmóvil por el tiempo y el espacio, la autora nos transporta a ciudades que en un momento privilegiado de la historia fueron el centro del conocimiento humano: Alejandría, sus sabios y la gran biblioteca; la épica, la lírica y la tragedia de Grecia; los oradores y poetas como Ovidio, Catulo, Marcial y Horacio de Roma. En cada uno de estos lugares, nos dice Vallejo “La invención del libro es la historia de una batalla contra el tiempo… Cada avance, por ínfimo que pudiera parecer, incrementaba la esperanza de vida de las palabras”, de ahí el afán, también, por organizar, clasificar y multiplicar cada ejemplar que llegaba a las recién fundadas bibliotecas, porque la lucha no era solo contra el tiempo, sino contra la ignorancia, la intolerancia, el fanatismo, el incendio y el pillaje: “En un mundo caótico, adquirir libros es un acto de equilibro al filo del abismo”.

Mientras leía El infinito en un junco venía a mi memoria la película La mirada de Ulises del director griego Theo Angelopoulos, en el film un director de cine regresa a su país natal para buscar tres bovinas que contienen las primeras grabaciones de Grecia, para eso emprende una odisea que no solo lo llevará a lugares en ruinas por la guerra, sino a otro tiempo, la búsqueda de las primeras impresiones cinematográficas de su ciudad lo lleva a un reencuentro con su pasado y su identidad; de igual manera, Irene Vallejo en su viaje nos revela sus primeros encuentros con los libros, de las lecturas infantiles que le hacía su madre, de las tardes con su padre en las librerías de viejo y también de la violencia que durante mucho tiempo sufrió en la escuela, del silencio al que fue sometida por la perversidad de otros niños: “Mi infancia es un extraño revoltijo de avidez y miedo, de debilidad y resistencia, de días tenebrosos y de alegrías eufóricas… Pero lo peor, insisto, fue el silencio”, por eso como forma de sanar esas heridas depositó su fe en la palabra escrita y decidió convertirse en escritora: “… y entre esas líneas inexpertas descubro que también yo, en mi pequeña tragedia, encontré el salvavidas  de los libros”. La voz que escuchamos en su texto, entonces, no es la de la filóloga o académica, sino la de alguien profundamente enamorada de los libros.

En un pasaje maravilloso Irene Vallejo escribe que “poseer libros es un ejercicio sobre la cuerda floja. Un esfuerzo por unir los pedazos dispersos del universo hasta formar un conjunto dotado de sentido. Una arquitectura armoniosa frente al caos. Una escultura de arena. La guarida donde protegemos todo aquello que tememos olvidar. La memoria del mundo. Un dique contra el tsunami del tiempo”, de ahí que los personajes de su épica no sean guerreros legendarios en busca de fama, sino hombres y mujeres terrenales, héroes anónimos, que hicieron hasta lo imposible para salvar de la destrucción y el olvido sus palabras y las palabras de los otros: Enheduanna, la primera escritora del mundo antiguo; Alejandro, que encontró en la Ilíada no solo un modelo de conducta, sino “una brújula, le abría caminos de lo desconocido”, Ptolomeo I, ese rey extrañamente borgeano que soñó en reunir todo el conocimiento en la gran biblioteca de Alejandría; los siete sabios de Grecia, Safo y Cleopatra, quienes se opusieron al papel de la mujer en la sociedad antigua y se revelaron, la primera escribiendo poemas abiertamente eróticos y sentimentales, la segunda utilizando la sabiduría para alcanzar el poder; Ovidio, ese dandy del espíritu que atacó la doble moral romana en libros como El arte de amar, Los amores y La metamorfosis, sus libros fueron proscritos y él condenado al exilio; el catedrático Quintiliano, pedagogo que criticó los castigos físicos en la escuela y propuso una enseñanza basada en el “entusiasmo y el amor”; Hipatia de Alejandría, quizá el último faro luminoso en medio de una civilización que se abismaba en las sombras.

El Infinito en un junco es una reivindicación de la libertad, la sabiduría, el conocimiento y del libro como arma ante el celo absurdo de los poderosos  y su obsesión por borrar la historia, las ideas y a sus autores. En una de sus conferencias Borges dijo que “De todos los instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones del brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y la imaginación”, y en este libro, Irene Vallejo, nos demuestra que ese invento y su lucha contra la destrucción aún perdura y perdurará porque “quien ama crea la belleza” y los libros son producto de la búsqueda del ser humano por la trascendencia y la belleza.

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