La ciudad: ese punto muerto de la narrativa nicaragüense. Apuntes sobre la novela "El espectador" de Javier González Blandino

 

                                                  Paul Klee -Angelus Novus

 Texto: Victor Ruiz

En El espectador (2013), primera novela de Javier González Blandino, se presenta una visión de Managua desde las obsesiones oscuras del protagonista. En el siguiente ensayo, Víctor Ruiz comenta alguna de las características de esa mirada.

 

Afirmar que uno de los rasgos más evidentes de la novela moderna es la radiografía de la ciudad quizá sea superfluo, se ha repetido hasta el cansancio y hemos devorado cantidades ingentes de narraciones en las que la ciudad es un molusco viviente que engulle a sus personajes. Sin embargo, en nuestro contexto literario, pocos han sido los narradores que han tomado a la ciudad como punto de referencia para las construcciones de sus historias. Tampoco niego con esto que no existan algunas obras que se hayan aventurado a narrar el espacio urbano: Managua Salsa City: ¡Devórame otra vez! de Franz Galich, Un sol sobre Managua de Erick Aguirre, El cielo llora por mí de Sergio Ramírez, son obras en la que la ciudad es un ente constante. Pero antes y después de estas, la narración ha regresado a ese tedioso recurso del costumbrismo, regionalismo y, por qué no decirlo también, al manierismo patético de un realismo mágico fuera de tiempo. De ahí entonces, que el binomio novela/ciudad siga siendo un tema recurrente para entender el desarrollo de nuestra narrativa.

El Espectador,  de Javier González Blandino, se suma a ese auscultar la ciudad desde sus laberintos. No obstante, hay una clara diferencia entre esta obra y sus antecedentes literarios nacionales. Ya no estamos frente una descripción explícita ni acartonada de lo urbano, donde los personajes se mueven en calles atestadas de rostros  y hablan un lenguaje lumpen y citadino; sino frente a una simbiosis entre sujeto y ciudad. El espectador, ese individuo sin nombre que al narrar su “memoria con vida como un acuario con caracoles” narra también la de la ciudad arrodillada sobre el polvo “…que tiembla como cayéndose sobre sí misma”. Para este personaje aplastado por la ruina la ciudad es también el cuerpo con el que anhela fundirse, sin embargo, ciudad y cuerpo se fugan porque carecen de centro; ese puerto que representa la ciudad y el cuerpo es un lugar al que no se puede llegar porque ha quedado “en medio de ninguna parte”.

El sentido de la ruina y la derrota es la columna vertebral en la que se sostiene la novela. No es difícil imaginarse esa voz que nos narra como al ángel de la historia que concibió Walter Benjamin a partir del Ángelus novus de Paul Klee. Nos dice Benjamin en su Tesis de la historia:

Hay un cuadro de Klee (1920) que se titula Ángelus Novus. Se ve en él a un Ángel al parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava su mirada. Tiene los ojos desencajados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la Historia debe tener ese aspecto. Su cara está vuelta hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero una tormenta desciende del Paraíso y se arremolina en sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas… Esta tempestad lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hacia el cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progreso.

Y esto es precisamente lo que la mirada escrutadora del personaje contempla: la ciudad y esos pequeños seres de cenizas que la habitan están sumidos en una ruina perpetua, la culpa los paraliza, el miedo perfora cada uno de sus movimientos, las “palabras envejecidas” con las que intentan comunicarse solo evidencian la mediocridad y la derrota porque ya no expresan nada; el personaje o mejor dicho ese ángel espectador no tiene más opción que compartir ese paraíso despedazado en el que se convirtió Managua a partir de tres acontecimientos: el terremoto del 72, la revolución del 79 y la guerra de los 80. Y esta última es quizá la que termina de sumir a la ciudad y sus habitantes en el pozo de la inercia, porque no solo significó la derrota electoral de los 90 “en la que todo se vino al suelo” sino también el derrumbe de toda una generación. Miles de jóvenes marcharon con sueños y miedos hacia la muerte, los que pudieron volver ahora deambulan como fantasmas por una ciudad sin rostro. Son personajes que han perdido lo que los humaniza: la voluntad. Más que recorrer la ciudad, son arrastrados por sus calles, están arrojados “en medio de ninguna parte”.

Si tenemos que buscar cómplices para esta novela, primero tendremos que olvidarnos de referentes literarios nacionales. Como se afirmó al inicio, los autores que han abordado el tema de la ciudad se han concentrado en la descripción, no en la íntima simbiosis entre el personaje y la ciudad. En la novela de Javier, el espectador sufre y asume la derrota de la ciudad, como un Quevedo contemporáneo este personaje también podría afirmar que miró los muros de la patria suya y no halló “cosa en qué poner los ojos / que no fuese recuerdo de la muerte”. Entre esos cómplices que hacen suya la ciudad a partir de sus personajes podríamos nombrar a Saul Bellow y su ejército de hombres en suspenso. Al igual que en Bellow, el espectador es un personaje en suspenso, inmóvil espera algo, se deja arrastrar por una ciudad que lo devora, una ciudad que no promete nada porque al igual que sus seres ella también está en suspenso, esperando levantarse del tedio y el sopor. Podríamos citar también a Kavafis, sin embargo, en el poeta alejandrino la ciudad es una imagen que no nos abandona por su irresistible belleza, en cambio en El espectador la ciudad con sus tentáculos y su fealdad nos paraliza de espanto. En cuanto a la configuración de personajes derrotados no es difícil rastrear la estirpe onettiana de este espectador. Al igual que en Onetti, el personaje no hace nada ni va hacia ninguna parte, construye su vida a partir de la suposición de la vida de otros. Y también, como el autor de La trilogía de Santa María, inocula un poco de ese adefesio urbano en la vena de sus personajes. Podemos evocar también la imagen de los personajes sin esperanza de Coetzee, de esos seres monstruosos que recorren una ciudad cayéndose a pedazos o esos que esperan a los bárbaros ignorando que los bárbaros no son los otros, sino el mismo ser humano poseído por el miedo, la ignorancia y la desesperanza. Por último, y quizá el más importante maestro cómplice, tenemos a ese poeta-filósofo de la ciudad y de la ruina: Walter Benjamin. De él esta novela hace suya la imagen del paseante solitario o el flaneur; ese que, como nos dice Pilar Carrera, “transita entre estas ruinas sin épica” y da cuenta de individuos que han perdido su capacidad de construir experiencias.

 En conclusión, me atrevo a asegurar que El espectador es una obra fundacional y por esa misma razón posee aciertos y desaciertos. No comparto la idea de Carlos M. Castro que toma la obra de González Blandino como un síntoma más de la desafortunada discusión acerca de la generación de los 2000. Considero que esta obra es de búsqueda, de retos, de manías personales (quién no las tiene). Corresponde a nosotros condenarla al olvido o erigirla como un hito dentro de la novela contemporánea nicaragüense. Con esto último, no me hago muchas esperanzas.

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