LA PÉRDIDA DE LA NOSTALGIA

Melancolía (1891). Edvard Munch

Por Víctor Ruiz M.

Cuando mi amiga me dijo que se iba del país para estudiar una maestría, me embargó una mezcla de alegría y tristeza: estaba feliz porque era el inicio de una aventura intelectual y personal que enriquecería su forma de ver el mundo y su poesía, pero también sabía que ya no nos veríamos en los pasillos de la universidad o en las clases de literatura hispanoamericana en la que comentábamos apasionadamente poemas de José Lezama Lima, Octavio Paz y César Vallejo, tampoco extenderíamos esta conversación en las mesas del bar al que religiosamente asistíamos todos los sábados al terminar las clases.

Nuestra comunicación continuaría en los enormes emails que nos escribimos contándonos nuestras aventuras amorosas, felicitándonos mutuamente el día de nuestros cumpleaños, fecha imposible que ambos olvidemos porque nacimos el mismo día. La correspondencia se fue reduciendo cada vez más por las responsabilidades académicas y también porque las redes sociales (benditas y malditas al mismo tiempo) sustituirían con imágenes e inmediatez lo que antes necesitaba un relato extenso y detallado. De pronto, un día me di cuenta que ya no sentía nostalgia por mi amiga, bastaba un chat para saber de ella, tres líneas y a seguir con la vida. 

Podría escribir esto como una defensa de los cambios positivos (que los hay) de la hiperconexión, pero no es así. La nostalgia es una experiencia necesaria en la vida. Extrañar a alguien o algo nos conduce a un estado de introspección en el que conocemos y comprendemos aspectos que ignoramos de nosotros mismos. Cuando añoramos nos volvemos más sensibles y creativos: la música se llena de significados, el pasaje incomprensible de una novela o un poema de pronto se vuelve transparente, las estaciones ya no son solo sensaciones corporales, sino puentes tendidos hacia recuerdos en los que compartimos un café, una cerveza, un paraguas o un beso.

La pérdida de la experiencia de la nostalgia es el precio que hemos pagado por estar constantemente comunicados. Para saber de alguien ya no necesitamos instalarnos en el teléfono por horas, ni escribir kilométricas cartas o emails; basta echar una rápida mirada al perfil del ausente, depositar automáticamente un me gusta o un me encanta para decirle aquí estoy, me intereso por vos, sé que vivís.

En su libro Infancia e Historia: Ensayos sobre la destrucción de la experiencia, Giorgio Agamben dice que “al hombre contemporáneo se le ha expropiado su experiencia”. Paradójicamente, estar hiperconectados nos ha llevado a perder emociones y sentimientos fundamentales para nuestra educación interior. Vivimos arrojados hacia una exterioridad llena de sonidos sin sentidos, pasamos de largo sobre todas las cosas como un cambio de vientos. / Y todo se une para acallarnos dice Rilke en su segunda Elegía.  

Para Walter Benjamin, la pérdida de la experiencia conlleva también a la incapacidad de percibir la realidad e integrarla en la vida, de compartirla y transmitirla a los demás. Esa es la razón por la que ya no somos capaces de escribir cartas o correos electrónicos de más de un párrafo, estamos tan atiborrados de información sobre los otros que cualquier relato sobre la vida es redundante. A veces una llamada de teléfono de más de cinco minutos se vuelve un concierto de monosílabos, no tenemos nada que decirnos, nada que contarnos, toda la novedad que podríamos transmitir se encuentra en el espectáculo inmediato de nuestras redes.

“¿Qué fue de todo eso? ¿Dónde podemos encontrar a alguien que sepa aún relatar bien algo?” Se preguntaba Benjamin en Infancia y Pobreza. El afán por la velocidad demanda micro-conversaciones en la que ya no se relata, nos hemos vuelto parcos y pobres de palabras, la brevedad y los signos alternos del lenguaje que usamos en los chats recuerdan el extinto telegrama; la última conversación que tuve con una amiga que se encuentra en Alemania no superó ni las veinte palabras, nos enviamos más emojis y stickers que frases completas.

Experimentar la nostalgia hoy en día es un acto de subversión. Al mandar un email o hacer una llamada y quedarnos colgados contándonos nuestras penas o alegrías, describiendo los lugares a los que hemos ido o relatando algún chisme de los amigos en común, nos estamos resistiendo a convertirnos en los “hombres huecos” de Eliot “rellenos de pajas” y voces resecas sin significado. Vivamos por algunos momentos ese delicioso estado melancólico del que han nacido poemas, pinturas y canciones. Extrañemos con fuerza, así, cuando volvamos a encontrarnos el abrazo será más profundo.

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